De un mundo que ya no está by Israel Yehoshúa Singer

De un mundo que ya no está by Israel Yehoshúa Singer

autor:Israel Yehoshúa Singer [Singer, Israel Yehoshúa]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Crónica, Memorias
editor: ePubLibre
publicado: 1974-01-01T00:00:00+00:00


Las vecinas me advirtieron que no pasara por delante de la casa del matarife porque aquella mujer, dado el odio que sentía hacia mi padre, podría. —¡No lo quiera Dios!— lanzarme un hechizo, y entonces me saldría una catarata en un ojo como le ocurrió a su hijo.

Sin embargo, pasados algunos días, Yánkel Balaam se presentó en el umbral de nuestra casa. Sin pronunciar ni una palabra, se quitó las botas y se quedó en calcetines como si fuera un Cohen, un sacerdote del templo, preparado para la bendición. Con la cabeza baja, caminando sobre las puntas de los calcetines, se aproximó a mi padre y le dijo:

—Rabino, le ruego que me perdone por la humillación que le he causado delante de la congregación.

Mi padre se sonrojó y le tendió la mano.

Todavía hoy veo los calcetines de aquel hombre, con agujeros en los talones y en los dedos de los pies.

Después de esto, el enfrentamiento cesó. reb Itche guardó los cuchillos en su estuche. También dejó de circuncidar a los recién nacidos. Mi padre volvió a ser su amigo, aunque la amistad ya no volvió a ser la de antes; algo faltaba en ella. La esposa de reb Itche fue la única que no se mostró capaz de perdonar a mi padre. A espaldas de él, seguía denominándolo «estafador pelirrojo».

Cuando mi madre, un año más tarde, dio a luz otra niña, también pelirroja y que lloraba sin descanso (probablemente porque ella no tenía bastante leche para alimentarla), de nuevo me mandó a casa de reb Itche para que tratara de conjurar el mal de ojo a mi hermanita más pequeña. reb Itche pronunció las fórmulas que acostumbraba, bostezó y me encargó transmitir a mi madre sus votos por la curación del bebé. Su esposa, no obstante, me siguió los pasos sin dejar de gruñir.

—Para ejercer de matarife no vale, pero para conjurar el mal ojo y rajarse la boca sí que vale —mascullaba.

A fines de aquel verano se propagó una epidemia en el shtetl y mis dos hermanitas enfermaron de escarlatina. Los conjuros de reb Itche no sirvieron de nada. Se hizo venir a Pawlowski, el curandero, quien frotó la garganta de las niñas con yodo, pero tampoco esto ayudó. Al cabo de algunos días se envió un carruaje a Zakroczym, al otro lado del Vístula, y trajeron al médico de la ciudad. El doctor gentil, con chistera, entró en nuestra casa llena de gente. Todos los presentes se quitaron el sombrero; mi padre se dejó puesta la yármulke. El médico, advirtiendo la presencia de Pawlowski, el curandero, supuestamente su competidor en la zona, le preguntó irónicamente si él era el sabio de Lentshin. El curandero se quitó el sombrero y se inclinó humildemente ante el aristócrata.

La casa comenzó a oler a medicamentos. Mi madre no paraba de rezar los salmos y de llorar. Mi padre reunió a los hombres y fueron juntos a rezar salmos a la sinagoga, pero las niñas estaban cada vez más enfermas. El sábado por



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